Caso Miller: ¿tragedia o esperanza?
Viernes, 22 de julio de 2005
Ruth Merino Méndez
Periodista
A los 22 años, cuando apenas comenzaba mi carrera en un pequeño periódico en el sur de Chile, viajé a Estados Unidos para continuar estudiando porque sentía, justificadamente, que la ignorancia me acechaba a la vuelta de todas las esquinas.
Muchos periodistas del mundo entero han seguido esa ruta. Para ellos el sistema de prensa norteamericano se ha convertido entonces en el modelo deseable.
En países latinoamericanos, castigados por dictaduras sanguinarias y detestables que asesinan, encarcelan, torturan y exilian a los periodistas que se atreven a denunciar sus crímenes, ese sistema de prensa representa una esperanza.
En conferencias que he ofrecido en América Latina, invitada por organizaciones como el Centro Latinoamericano de Periodismo, la Sociedad Interamericana de Prensa y el American Press Institute, siempre menciono dos casos que muestran lo mejor y lo peor del periodismo norteamericano.
Digo, por ejemplo, que en los años setenta los reporteros Carl Bernstein y Bob Woodward, del periódico The Washington Post, investigaron el caso Watergate con las consecuencias políticas ya conocidas: la renuncia del presidente Nixon y el encarcelamiento de algunos de sus ayudantes y un miembro de su gabinete.
Y añado que el destacado y brillante papel de la prensa en ese momento impulsó el periodismo investigativo en el mundo entero.
Doy vuelta varias páginas y llego al 2003. The New York Times, uno de los periódicos más prestigiosos de la nación y el mundo, publicó el 11 de mayo un mea culpa de cuatro páginas para denunciar las actuaciones de uno de sus reporteros, Jayson Blair, quien mintió y plagió en sus historias.
Pero a continuación señalo que ese capítulo vergonzoso se ha convertido en una lección de cómo enfrentar estos problemas e intentar resolverlos para recuperar la credibilidad. The New York Times forzó la renuncia del director y del subdirector y nombró un representante del lector, entre otras medidas.
Por supuesto que la prensa norteamericana tiene defectos. Noam Chomsky y E. S. Herman escriben en “Manufacturing Consent” (1988), entre otras cosas, que responde a los intereses de la agenda gubernamental con más frecuencia de lo que está dispuesta a admitir.
Pero, aun así, el sistema se basa en una tradición de libertad de pensamiento y de expresión que es un modelo para todos. Cuando ese modelo se resquebraja me pregunto hacia dónde debemos mirar.
Me refiero, por supuesto, al caso de Judith Miller, la reportera del The New York Times que fue encarcelada el 6 de este mes por negarse a revelar con quiénes había hablado -para una historia que nunca publicó- sobre cómo se filtró a la prensa la identidad de una agente de la CIA.
Y debo nombrar también, inevitablemente, a Matthew Cooper, reportero de la revista Time, cuyas notas fueron entregadas por sus jefes al fiscal especial. Cooper decidió cooperar después que su fuente, según dijo, lo autorizó a divulgar su nombre.
En un panel al cual asistí en junio durante la convención de la Asociación Nacional de Periodistas Hispanos, en Forth Worth, Texas, habló Judith Miller, una mujer de 57 años, delgada y sencilla.
Se mostró absolutamente confiada en que Cooper y ella mantendrían un frente unido hasta llegar a la cárcel si era necesario. Dijo además que no habían tenido contacto con Robert Novak, el periodista de Chicago que dio a conocer la identidad de la agente de la CIA, Valerie Wilson. (Su nombre de soltera es Valerie Plame).
Miller señaló que la atemorizaba pensar en la cárcel, pero afirmó que “Matt y yo tenemos que mantener nuestra postura”. Cifraba sus esperanzas en que la Corte Suprema aceptaría escuchar su caso. Dos semanas después la corte lo rechazó sin dar explicaciones.
Lo que está sobre el tapete es la tradición periodística de no revelar las fuentes. Actualmente 31 estados y el Distrito de Columbia tienen leyes que protegen a los periodistas cuando se les exige hacerlo.
Pero este miércoles la Administración Bush indicó que sería una “mala política pública” aprobar legislación federal similar porque peligraría la eficiencia del gobierno para hacer cumplir la ley y combatir el terrorismo. El proyecto de ley, sin embargo, obliga a los periodistas a testificar acerca de sus fuentes para prevenir “daño inminente y real a la seguridad nacional”.
¿Y por qué insisten los periodistas en proteger sus fuentes?
Porque si no lo hacen, ¿quién va a querer narrar historias de corrupción, de abuso de autoridad, de fraude, de uso indebido de influencias, de decisiones erradas, estúpidas y peligrosas, decisiones que lo afectan a usted y a mí?
Y si usted quiere enterarse exclusivamente de lo maravilloso y estupendo, ¿cómo ayudará su ignorancia a resolver los problemas comunes o, mejor aún, a prevenirlos?
Ya se están viendo consecuencias...
Días después del encarcelamiento de Miller, un periódico de Ohio anunció que no publicaría dos investigaciones basadas en documentos obtenidos ilegalmente.
Mientras tanto, los colegas de Cooper en las 100 revistas que pertenecen a la compañía Time Warner, que publica la revista Time, deben preguntarse qué argumentos podrán esgrimir ante fuentes que ya no confían en su oferta de confidencialidad.
El 6 de julio, día en que encarcelaron a Miller, puede ser el comienzo de un capítulo triste y desastroso para la prensa norteamericana y mundial o en el inicio de un proceso de cuestionamiento intenso que reafirme la existencia de una prensa libre y vigorosa.
Espero poder añadir ese último elemento cuando les hable del caso Miller a mis colegas latinoamericanos.
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