viernes, enero 27, 2006

Castro, la muerte de Kennedy y el silencio cómplice

Viernes, 27 de enero de 2006

Carlos Alberto Montaner
Escritor y periodista


Desprecio las teorías conspirativas de la historia, pero a veces hay que rendirse ante la evidencia. Con abundantes pruebas en la mano, el documentalista alemán Wilfried Huismann ha atribuido a Fidel Castro la responsabilidad del asesinato del presidente norteamericano John F. Kennedy ocurrido en Dallas el 22 de noviembre de 1963. El documental, titulado “Cita con la muerte. Castro y Kennedy”, estrenado en la televisión pública alemana, aporta diversos documentos y algunos testimonios novedosos, pero los elementos más contundentes son un informe de la inteligencia mexicana, clasificado como “Oswaldo-Kennedy”, en el que se afirma que en septiembre de 1963 Lee Harvey Oswald recibió en México seis mil quinientos dólares de los servicios secretos cubanos como ayuda para que llevara a cabo el crimen proyectado.

Por su parte, Oscar Marino, ex oficial del G-2 cubano, ya anciano y exiliado, corroboró la pesquisa del cineasta alemán: “Se ofreció para ejecutarlo, y nosotros lo utilizamos”.

No es la primera vez que se maneja esa hipótesis. Jackie Kennedy y Lyndon Johnson, sin duda dos de las personas más cercanas al presidente, lo creían firmemente, pero ocultaron esa certeza para no provocar otro incidente con la URSS. Si en ese momento revelaban sus fundadas sospechas, dada la indignación de la sociedad norteamericana, era inevitable invadir Cuba y castigar al culpable, pero la estremecida Casa Blanca no quería otra peligrosa confrontación con el Kremlin semejante a la que en octubre de 1962 había puesto al planeta al borde de una guerra nuclear.

Bobby Kennedy, entonces fiscal general de Estados Unidos, seguramente también compartía la misma sospecha, pero tampoco le convenía acusar a Castro. A fin de cuentas, parece que el dictador cubano, como le advirtió al embajador brasileño en La Habana pocos días antes del crimen, estaba respondiendo de esa manera a los intentos de asesinato organizados por el hermano del presidente con la ayuda de la mafia.

A partir de esta censurable ocultación de información a la sociedad norteamericana, tanto en Washington como en La Habana se desarrollan dos estrategias para manipular a la opinión pública.

En Washington se frena y desvía de las pistas adecuadas a los investigadores del FBI, especialmente de las fuentes mexicanas, y se crea la Comisión Warren para persuadir al mundo de que la muerte del presidente de Estados Unidos había sido la obra aislada y solitaria de un loco peculiar e incontrolable.

En La Habana, Fabián Escalante, precisamente el oficial de inteligencia que viajó a Dallas el día del asesinato de Kennedy, acaso para monitorear la operación, hoy general y ex jefe de inteligencia, para borrar sus propias huellas elabora la teoría de que hay otros tiradores que le disparan a Kennedy. Escalante imputa el crimen a Herminio Díaz, un exiliado con antecedentes violentos, ex compañero y amigo de Fidel Castro en la Unión Insurreccional Cubana (UIR) a fines de los años cuarenta, supuestamente acompañado en el magnicidio por Eladio del Valle, otro exiliado también de inquietantes antecedentes.

Naturalmente, cuando apareció la coartada de Escalante, tanto Díaz como Del Valle habían sido convenientemente liquidados por los servicios cubanos, de manera que no podían defenderse de la acusación.

Queda suelto, sin embargo, el cabo de Jack Ruby, asesino de Oswald. ¿Por qué una persona de la baja catadura moral de Ruby, que no es un fanático ni un patriota, pero sí parece ser un mafioso disciplinado, se sacrifica y ajusticia a Oswald ante las cámaras de la televisión americana? Para tratar de contestar la pregunta es de rigor hacerse la clásica pregunta policiaca: ¿quién se beneficiaba directamente de la muerte de Oswald?

Sin duda, los mafiosos, Bobby Kennedy y Fidel Castro, personas que hubieran debido enfrentarse a graves problemas si se descubrían sus oscuras maquinaciones. En todo caso, lo que resulta extraordinariamente vergonzoso es que, primero, el gobierno de Bush, ante las nuevas evidencias aportadas por los alemanes, no reabra las investigaciones para darle a la sociedad norteamericana la verdad definitiva que se le ha escamoteado durante tantos años; y, segundo, que el senador Ted Kennedy y el resto de esa poderosa familia no digan de una vez por todas lo que saben, creen o sospechan de la muerte de John, el miembro más ilustre de la familia y el más admirado de los presidentes norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX.

Ese silencio por parte de los Kennedy, a lo que se suma la amistosa visita a Fidel Castro de algún miembro del clan de Boston, es casi tan inexplicable y repugnante como esta vieja y cansada historia de mentiras, ocultamientos y desinformación.

©Firmas Press

Sin inspiración García Márquez

Viernes, 27 de enero de 2006


Por Agencia EFE

El Premio Nobel de Literatura en 1982 no descarta, sin embargo, que un día le vuelva la inspiración, a pesar de que diferentes indicios le hagan dudar de ello.

En realidad “con la práctica que tengo, podría escribir una nueva novela sin más problemas, pero la gente se da cuenta si no has puesto las tripas”, asegura el escritor colombiano en un resumen de esta entrevista que el diario español publicará en su próximo suplemento dominical.

García Márquez se detiene en diversos aspectos de sus dos últimas obras, el volumen de memorias Vivir para contarla (2002) y la novela corta Memorias de mis putas tristes (2004).

Sobre la continuación de la primera, el escritor explica a La Vanguardia qué obstáculos de índole personal impiden una pronta aparición del segundo volumen, sobre el que ya había estado trabajando.

En cuanto a Memorias de mis putas tristes, García Mázquez descubre que la versión finalmente publicada es una quinta parte de lo que inicialmente previó.

Habla también de su estancia en Barcelona y reconoce que al comienzo de las década de los setenta, allí se “vivía excelentemente, da pena admitirlo”, asegura el escritor.

Rememora también cómo, en aquellos años, escribió El otoño del patriarca, su novela sobre el ocaso de un dictador, y cómo decidió no regresar a España tras la muerte de Franco (1975), que le sorprendió en Bogotá.

Además revela que, de forma anónima, suele venir cada año a su casa de Barcelona, “aunque ahora hacía cinco años que no lo hacía y mi visita del 2005 causó demasiado alboroto”, agrega en el extracto de esta entrevista.

Su fascinación por el poder es también otro tema de la entrevista que se publicará en el suplemento dominical, en la que habla del ex presidente del Gobierno español Felipe González y de Bill Clinton -algunos de los políticos que todavía le visitan-.

También se refiere a su papel de mediador en el proceso de paz colombiano entre la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Gobierno.

“He sido siempre más conspirador que firmador”, asegura el Premio Nobel.